Siéntanse libres de comentar, especular o teorizar acerca de la resolución del caso o de la belleza y/o pericia de sus autores intelectuales.

lunes, 16 de julio de 2012

Pescao frito un crimen - Capítulo 2 - El finado caletero


  -¡Aaagh! ¡Este hombre está… muerto! ¡Ayuda!
            Antoñete y yo corrimos hasta el origen de aquellos chillidos. Mi cerebro analítico y preparado hizo un barrido general para fotografiar mentalmente la situación.
            Quien gritaba era sin duda un deportista, aunque su voz de falsete nos hizo pensar en primera instancia en una señorita. Sus pantaloncitos deportivos y su camiseta de “Primera Maratón Interurbana Cuesta Arriba de Grazalema” atestiguaban lo primero.
            Berreaba y berreaba junto a un hombre que, efectivamente y aún a esa distancia, se notaba que estaba muerto. Un hombre, como suele decirse, entraíto en carnes, sentado casi en la orilla, de espaldas al mar, bajo una sombrilla de publicidad descolorida de cierta marca de cigarrillos con un animal jorobado como logotipo. Estaba prácticamente embutido en una silla de playa, tras una pequeña mesita plegable sobre la que había depositado un tapergüé, abierto, de gazpacho. Lo más significativo de la escena era sin duda alguna que tenía la cara completamente sumergida en el alimenticio líquido que contenía el taper, lo cual dificultaba mucho el asunto ese de respirar. 
            Un poco más lejos, en el extremo más alejado de estos dos personajes, un grupo de señoras de las que siempre están por allí jugando al bingo, se debatía, con las manos en la cabeza y gesto perplejo, entre dejarse llevar por la curiosidad y acercarse a mirar o quedarse donde estaban, por aquello de que no es plato de buen gusto ver un muerto en la playa. Y menos antes de almorzar.
            A mi izquierda, un trasnochado con prominente barriga cervecera, larga melena apelmazada por la arena (probablemente acabado de despertar de la borrachera de anoche) y ojos rojos como tizones nos preguntaba: ¿qué pasa, joé? Llevaba un bañador Meiba, botas de cuero y un tatuaje en el que podía leerse LEÑO FOREVER.
            Un grupo de chavales, que hacía unos instantes y a cierta distancia cantaba (de aquella manera) un pasodoble de Los Miserables, guardaba la guitarra y se desplazaba a ver qué ocurría. El más apuesto de ellos, de hecho, corría hacia nosotros con la cara desencajada.
            Hubo cuatro elementos de la escena que llamaron poderosamente mi atención.
            -Jefe, deje de mirar a esas dos chicas en toples y céntrese, hombre.
          -Este...es que ante todo soy un profesional y debo estar atento hasta el más mínimo detalle (¡y qué detalles!)- dije saliendo de mi ensimismamiento y tomé las riendas del asunto-. ¡Que no se mueva nadie! ¡Aquí ha ocurrido algo gordo y hay que empezar ya con la investigación!- grité a los presentes con la decisión del capataz de un paso de Semana Santa.
            -Pero ¿quién es ustéd?- preguntó el atleta aún con un nudo en la garganta.
            -Yo- respondí- soy Chano, detective gaditano
            Noté cómo todos los presentes se asombraban al conocer mi identidad, pero no me dejé llevar por la vanidad y seguí tomando las medidas necesarias para seguir con la investigación con toda la racionalidad precisa para estos asuntos.
          -A ver, aquí soy yo quien hace las preguntas, identifíquense en voz alta y mi compañero Antoñete les irá tomando los datos para poder interrogarles más adelante por separado ¡Y que nadie se acerque al cadáver, que se pueden contaminar las pruebas!
Algo confusos y sin duda aliviados de que apareciese una voz autoritaria en mitad del caos, los presentes fueron presentándose. El melenudo de las botas respondía al apelativo de “Tripi”,ciudadano de Cádiz, el atleta se llamaba Lorenzo, también gaditano. Las dos esculturales jovencitas resultaron ser Piluca y Sonsoles, naturales de Madrid, y el joven apuesto que hace un rato había estado cantando, era conocido como “el Luiti”, del cercano barrio de la Viña.
            -A ver, ¿y alguien sabe quién es el cadáver?- pregunté mirando alrededor con mirada felina.
        -Es Catalino Andrade- dijo el Luiti con una expresión en la cara parecida a la que adoptaba cuando cantaba los pasodobles más tristes. Se le notaba muy afectado.
            -Ajá, anotado queda. A ver, Antoñete, usted llévese para analizar esos elementos, que tienen toda la pinta de ser pruebas: un poco del gazpacho de la cara del finado, ese pedazo de cazón en adobo que tiene sobre su regazo, esa piedra grandecita de ahí y ese rastrillo de juguete.
            Las piezas de un puzle que nadie más podía ver brillaban ante mis ojos. Mi olfato de viejo sabueso me decía que nos encontrábamos ante un caso difícil. ¿Quién habría matado a este tipo? ¿Por qué? ¿Cómo?

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